Jaula de hormigón

En mi jaula de hormigón no hay sitio
para sueños que se quieran refugiar.
Pero hoy su libertad me pilló desprevenido
y el sol iluminó la penumbra.
Hoy se vació de oscuridad esta sala
que se rebela contra mí.
Los escalones hacia el exterior
son difíciles de andar, pero con su rastro
podré amasar el tesoro que aquí guardo,
y el camino se volverá de cal y arena,
y en mi corazón las estrellas de su mirada
volarán sin pérdida.
Solo fue una mirada que me hizo escapar
de la celda de hormigón.
Solo fue un pequeño símbolo
de que mi libertad la tienen otros ojos
que yo no puedo mirar, pero que me observan
en las noches más frías,
en los días mas nublados,
desde las telarañas que anidan en las esquinas
de este viejo ataúd en que me refugio.
Su llanto lo escucharé en el invierno
y derretirá la nieve de mis pulmones,
y yo podré al fin coger aire y gritar
todo lo que callé al encerrarme
en mi jaula gris de hormigón.
Podré liberar unas bocanadas de aire limpio
al exterior que busquen esa mirada
que me supo hacer libre,
esa mirada
que por fin me da la libertad.


EL MONÓCULO

Charlotte solía frecuentar esos bares de copas en los que la gente habla sin pensar siquiera lo que dice. Ella simplemente observaba. Buscaba refugio en la bebida y miraba los ojos de los tertulianos intentando adentrarse en sus pensamientos más profundos. Unas veces conseguía adivinar los sentimientos más oscuros de sus acalorados acompañantes, otras veces volvía aburrida a su pequeño piso en el centro de París.
Un día que la conversación trataba sobre los negocios más sucios de la política de su país, a Charlotte le preguntaron sobre su opinión.

– Tienen toda la libertad para hacer lo que quieran – contestó desinteresada.
– ¿Incluso para organizar guerras por intereses en otros países más desprotegidos? – preguntó un hombre de aspecto aristócrata, con un monóculo que recordaba a la grande burguesía ya estancada.
Charlotte frunció el ceño y preguntó con cierta retórica:
– ¿Cree usted que si ellos tuvieran la oportunidad de colonizarnos no lo harían?

El aristócrata no respondió. Charlotte se terminó la copa con un líquido marrón que le rozaba la garganta abrasando sus ideas y, poco a poco, se comenzó a irritar. El monóculo de aquel señor mayor y arrugado no paraba de observarla. Todo el humo de la sala de tertulias se había concentrado en el brillo infernal de aquel cristal brillante. Charlotte pidió otra copa. Debía olvidar aquel trozo insignificante que había despertado cierto odio hacia su propietario.
Los tertulianos seguían conversando. Ahora las conspiraciones políticas habían dado paso a un debate sobre el papel de la mujer en la sociedad moderna. La única mujer que tenía cierto papel en la conversación era Charlotte, pues era la única que había allí. Y ella sólo tenía oídos para el monóculo que había comenzado a susurrar algo al oído del aristócrata. Seguro que era algo contra ella por la forma en que su enorme ojo la estaba mirando. Seguro que planeaban su muerte. Por eso ella nunca se implicaba en las charlas sobre política. Ahora lo había hecho y no había marcha atrás. El monóculo se había adentrado en sus pensamientos y había descubierto algún indicio de subversión hacia la casta política. “Pero no puede ser”, pensaba Charlotte en silencio para no despertar al monóculo que parecía haberse dormido. Pero al escuchar su pensamiento volvió a despertar. Y esta vez fue mucho peor. El monóculo se cayó al suelo y se hizo pedazos. Charlotte agarró su copa y la tiró con fuerza al suelo. La conversación paró en seco y un hombre asió por el brazo a Charlotte antes de que ella cayera desmayada. Su último pensamiento fue en voz baja para que el monóculo ya muerto no lo escuchara en su lecho de muerte. “Ellos lo saben”.
Charlotte despertó en una habitación muy bien iluminada. Su primer recuerdo fue el sonido estrepitoso del monóculo al golpear el suelo. La puerta se entreabrió y en la sala entró el aristócrata. Esta vez no llevaba ningún monóculo. Pero Charlotte no se dejó engañar. El alma muerta del monóculo residía en el ojo de aquel viejo aristócrata. Buscó rápidamente una salida secundaria de aquella sala, pero no encontró salida alguna. Entonces percibió el brillo metálico de un destornillador. Al lado, reposaba una placa que decía: “Sr. Harris, oftalmólogo profesional por la Universidad de Oxford”. Entonces Charlotte comprendió al monóculo. Le estaba advirtiendo de un mal mayor. Aquel oculista quería conseguir la visión perfecta. Y los ojos de Charlotte eran imprescindibles. Siempre le habían diagnosticado una visión espléndida.
El Sr. Harris se acercó a la cama donde reposaba Charlotte. Ella cerró los ojos, pero aún así seguía viendo aquella mirada de odio profundo en la pupila del Sr. Harris. Todo había sido planeado con la mente de un psicópata, aquel oftalmólogo y su monóculo recién fallecido.
Charlotte abrió los ojos y miró directamente a su enemigo. “Estás despierta”, dijeron los ojos del Sr. Harris observando su miedo irracional. Una sensación de vacío invadió el cuerpo de Charlotte y se apoderó de todo su cuerpo. Aquellos ojos la seguían mirando fijamente. “Unos ojos muy bonitos”, dijo el Sr. Harris. Ya estaba todo perdido. Los ojos asesinos se habían apoderado de la mente del Sr. Harris. Aquel monóculo, su alma, seguía allí dentro, gobernando la mente del pobre oftalmólogo. Charlotte tenía que ayudar al Sr. Harris. Caminó despacio hacia la mesa del destornillador sin hacer ningún movimiento brusco. Sentía la fría mirada del Sr. Harris en su nuca. “Unos ojos muy bonitos”, repitió. Las palabras seguían resonando en su cabeza. Cualquier rincón de la estancia seguía repitiendo esas palabras. Ojos bonitos. Ojos. Ojos…
Charlotte sujetó con fuerza el destornillador y se abalanzó sobre el Sr. Harris, sobre el alma de su monóculo. El metal se tiñó pronto de la sangre roja y caliente del Sr. Harris. Charlotte golpeó con toda su energía aquel endiablado ojo que le quería arrebatar los suyos. El Sr. Harris dejó de moverse y todo volvió al silencio en el que había estado antes del asesinato del monóculo o de su alma. Charlotte se levantó y abrió la puerta de la habitación. Un gran ventanal dejaba entrar la luz natural del sol. Se preparó un café caliente con mucho azúcar y se sentó a esperar. Entonces lo volvió a escuchar. No podía ser. Era en su cabeza. El espíritu endemoniado del monóculo se había introducido en su mente y le atormentaba por dentro. Ahora no podía escapar. “Qué ojos tan bonitos”. Charlotte dejó caer la taza de cristal al suelo y pisó los cristales blancos. Sus pies comenzaron a dibujar líneas rojas en el suelo blanco del piso del Sr. Harris. “Bonitos ojos”. Charlotte escuchó la risa malvada e irritante del monóculo. Tan dentro de su cerebro. Se agarró con fuerza la sien golpeándose con los nudillos para sacar de allí a su hostil inquilino. “Bonitos ojos”. Charlotte se acercó a la ventana y golpeó secamente su cabeza contra los débiles cristales transparentes. El ventanal se partió en pedazos y Charlotte cayó al vacío. Sus huesos se quebraron al llegar al suelo, pero en su cabeza seguía resonando la tenebrosa melodía de aquellas palabras: “ojos bonitos”.
Esas palabras la acompañaron hasta su muerte.


El difunto – “Cada vida es un mundo; cada muerte, una vida”.

Había muerto de tanto hablar. La noche anterior se la pasó bebiendo y llorando. La saliva se le había espesado en las comisuras de los labios hasta ahogar toda bocanada de aire muerto que pretendía inhalar. Su boca se había ennegrecido y los dientes amarillentos se pudrían a contrarreloj. Las lágrimas se le habían secado antes de caer sobre su pecho convertidas en pequeños diamantes que, días después, venderían en el mercado negro sus compatriotas pueblerinos para tener algo que llevar a la boca. Sus familiares también habían muerto, pero de muerte diferente. Su muerte era en vida. Así se lo dijeron ellos mismos años antes a los periodistas ansiosos de titulares impactantes. “Ya no tenemos alma. Se fue con él la decencia de esta familia”, decía al reportero la hermana del difunto. Su hermana no fue nunca su hermana. En realidad ni siquiera sus padres consiguieron ser sus padres. El difunto jamás tuvo familia. Todo lo que le dieron se lo quitaron; todo lo que pidió, se lo rechazaron. Y él, sin nada que perder, se marchó. Y, como era de esperar, apareció muerto.
Os preguntaréis por qué murió de tanto hablar. Y es que murió en una conversación. La verdad es que hay conversaciones que pueden ser mortales. Por ejemplo, si en un confesionario alguien tiene un pecado grave, el sacerdote hará todo lo posible por asimilar de la mejor forma la noticia, pero sólo quedará en Dios la decisión de perdonarlo. En este caso, esa conversación es mortal; el elemento divino está rezagado. Por eso digo que su última conversación fue mortal. El sacerdote del pueblo esa misma mañana lo había recibido en el confesionario. Nuestro difunto se presentó exactamente a las nueve de la mañana. El cura aún dormía. Se debe decir que era domingo y era el Día del Señor, por eso el sacerdote dormía hasta tan tarde. Ese mismo domingo, nuestro querido difunto (que en paz descanse) se presentó allí para recibir el perdón de los pecados. Yo desconozco lo que el sacerdote escuchó, por ello, contaré lo que yo sé, aunque se distancie ligeramente de los hechos verídicos.
Todo había pasado un día antes de presentarse a confesión. El día anterior a su entrega a la justicia terrenal (o divina), el difunto se apareció con la muerte en la cara en su pueblo natal. Había viajado sólo para hacer una última visita a sus familiares. Su padre ya no estaba en esta vida (se paseaba cada sábado por el otro barrio), la madre del difunto estaba en cama y sólo quedaba en pie su hermana, dos años mayor que él. Cuando apareció en su humilde casa, su hermana corrió a abrazarlo y dio gracias a Dios por el regreso de su hermano. Pero entonces fue cuando se percató del rostro demacrado de su hermano, de las arrugas superficiales que habían aflorado en su piel, de las manchas de aceite que traían sus manos y de los cansados ojos que arrastraban todo el peso de la vida.
– Hermano, ¿qué te ocurre? – preguntó la mujer con lágrimas en los ojos.
Nuestro difunto la miró sin expresión. Su mirada era férrea y carecía de sentimiento alguno. Levantó la mano en dirección a la casa y, como si dibujase las palabras en el aire, dijo con una sonrisa inexpresiva:
– Esta noche quemo toda la casa.
– ¿Cómo vas a quemar la casa, hermano? Ni siquiera tenemos cocina de gas y la madera se ha quedado húmeda y sin ganas de arder.
Y el difunto como si fuese un conjuro repitió:
– Esta noche quemo esta maldita casa.
Nuestra hermana lo asió por el brazo con firmeza y le replicó con odio contenido en sus palabras:
– Si quemas la casa, me quemas a mí con ella.
– Ya se quemó a muchas brujas en la hoguera. No serías la primera, hermana – y volvió a repetir -. Esta noche la quemo.
Dicen que el fuego purifica los lugares por los que pasa; al menos es lo que dicen ciertas tribus indígenas. Nadie sabe por qué volvió nuestro difunto de esta forma y el porqué de sus actos violentos. Pero yo creo que, tras todo este espectáculo tan artificial, hay algo menos humanizado, tan político como divino, y era el hecho de que al difunto lo metieron muy joven en un seminario debido a los escasos ingresos de su familia, y a que las órdenes religiosas estaban exentas de pagar impuestos y gozaban de numerosos privilegios. Esta decisión en contra de su voluntad había hecho crecer en él un odio irracional hacia su familia. Tal era este odio que se decía en todo el pueblo que el difunto había hecho un pacto con Dios para establecer la fecha de muerte de su padre y de su madre. A su hermana la mataría él mismo con sus propias manos.
El difunto entró en la casa. Cada rincón oscuro era una razón más para matar aquel espíritu maligno que se había apoderado de la casa desde que él había nacido. El demonio, tal y como le habían enseñado en su formación espiritual, abusaba de los bienes terrenales imponiendo sobre ellos las más corpóreas tentaciones, y era su deber acabar con ellas por el bien de la raza humana y de su propia salvación. Incluso aunque todo saliese mal, Dios liberaría su alma de aquel infierno al que llamaban vida. Cada habitación que recorría servía para acrecentar la repugnancia hacia lo mundano. Un cuerpo sin vida. Un alma divina con cuerpo de rata. En una habitación encontró un crucifijo tirado en el suelo y lo ayudó a levantarse. Jesucristo lo miró y le dijo:
– Gracias hermano. Por fin has encontrado el buen camino y la senda del camino eterno hacia el Padre.
Fue entonces cuando detrás del difunto apareció el demonio, aquel que dicen que es una cabra (o un cabrón). Este, encorvando su granate cerviz, acarició el pelo casi muerto del difunto.
– Hermano, no te condenes eternamente a escuchar las súplicas delirantes de tu pastor. Ni tú eres una oveja ni él te necesita. Lo que tú quieres es vivir en la felicidad, en las cosas, en la realidad.
Jesucristo se encaró al demonio señalándolo con el dedo índice y gritó con voz atronadora:
– Aléjate de él, Satán. Las debilidades del infierno son las cosas mundanas. Tú no entenderías lo que significa el verdadero amor.
– Yo solo entiendo de guerras, del verdadero amor a la maldad del hombre, del amor hacia las armas y la destrucción, del paseo impertérrito de almas condenadas a vagar por un mundo de desigualdad, de las despedidas de madres e hijos, de esposas y maridos, de los fusilamientos en pos de la igualdad, de la condenación de mil brujas, de la quema de herejes, de la muerte de los ideales, del Bien que no es Bien y del Mal que no es Mal, de los que dicen luchar y de los que luchan, de los que han muerto creyendo en los demás, de los que intentan saber y no pueden, de los que intentan querer y no quieren, del verso encarcelado por no saber rimar como se debiera, de los muertos que vagan en esta vida, la única, y, ahora mismo, de este difunto que quiere venganza porque no le dejaron hacer su voluntad. Eso no lo he creado yo. Ha sido el propio hombre su condena y será el propio hombre su salvación.
Todo se sumió en un infernal silencio. La habitación se había quedado completamente oscura y en la cabeza del difunto resonaba el eco de palabras de odio y venganza. Avanzó hasta debajo de su cama y cogió un baúl polvoriento y asqueado por la suciedad de miles de telarañas. Dentro del baúl reposaban todos los recuerdos de su infancia y un puñal rojizo y oxidado. Lo miró como un niño mira el juguete más ansiado de toda su vida y lo asió con fuerza con la mano derecha. Fue hasta la habitación donde reposaba su madre. En la estancia se podía sentir la respiración de la vieja y los ronquidos cortos y broncos. El aire apestaba a vómito, sangre y sudor, pero eso no frenaba al difunto que seguía avanzando hasta el lecho de muerte de su vieja madre. Se acercó a su rostro y contempló sus ojos viperinos. Podía notar su aliento putrefacto, casi muerto. Acercó sus labios hasta su oído y casi en un suspiro dijo:
– Hoy morirás. Ya está todo hablado con Dios.
Y, poco a poco, se volvió a incorporar muy lentamente. Recorrió la distancia que había caminado hacia atrás y cerró la puerta. La madera rechinaba al sentir sus pasos. Cada escalón que pisaba emitía un gemido lamentable que recordaba la muerte venidera (o la vida). Unas leves gotas de sudor se le agolpaban en las entradas del cabello y resbalaban por las sienes hasta las comisuras de sus labios donde se juntaban con la saliva blanca y espesa amontonada en su boca. Su respiración entrecortada era la evidencia del nerviosismo que se estaba apoderando de él. Le importaba una mierda que fuese asesinato lo que iba a cometer. Lo que le importaba era la salvación eterna. La redención de su pobre alma pecadora y débil. Por ello, aquel asesinato. Su hermana no había llevado una vida religiosa en plenitud como él; tampoco frecuentaba cada domingo la Casa del Señor; además, como todos los seres vivos indecentes, se había acostumbrado a seguir su voluntad y no la del Padre, que quería lo mejor para todos. Por eso, cuando la miró sentada en su butaca de espaldas a él no tuvo tiempo de pararse a pensar siquiera que era su hermana, sino que cogió el cuchillo y rozó suavemente su ligero cuello. El cuchillo pasaba por la piel como si fuese agua. El difunto comenzó a llorar y cogiendo a su hermana de las manos la comenzó a besar en la frente gritando sin cesar:
– Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Dicen que cuando matas a una persona esa persona será la primera en que pienses cuando vayas a morir. Al menos eso es lo que dicen los vivos. Pero qué sabrán los vivos de la muerte. Nuestro difunto conocía a la muerte cara a cara y la había mirado a los ojos. No la temía, sino que la ansiaba, cegado por una mejor vida prometida y el desprecio de esta. La muerte era su vida. Así lo dijo en el confesionario antes de salir de la iglesia. Había matado a su hermana para salvarla de sus pecados y para que, muriendo, pudiese vivir en la verdadera paz. Cómo podían cometer la indecencia de llamarlo asesino si todo lo que había hecho él era allanar el camino de la pureza y la eternidad.
Cuando salió de la iglesia (y dan testimonio de ello mis ojos) caminaba lentamente con una pistola en la mano. Todos sabíamos lo que estaba a punto de hacer, pero nadie lo paró. Gritando a todos los allí presentes salmos de la Biblia avanzaba lentamente hacia el centro de la plaza. La multitud se agolpaba en torno a él como si de una ejecución pública se tratara. “El justo exultará al ver la venganza, y sus pies lavará en la sangre del impío”, repetía sin cesar el difunto. Para cuando se voló la tapa de los sesos y bañó en sangre toda la plaza pública, sus palabras siguieron resonando durante siete días y seis noches.
Al día siguiente del suicidio del difunto la casa de su familia comenzó a arder con su madre dentro. La madera húmeda se cansó de estar húmeda y prendió la mecha de tantos años de odio y rencor. Con el incendio se hicieron cenizas todas las fotos y objetos de valor de su familia, pero no los recuerdos. Los difuntos siempre son recordados, pero quién es capaz de recordar a los vivos. Nuestro difunto había muerto en vida y tenía el derecho a morir. Nuestro difunto había vivido de espaldas a la vida y, con su ignorancia y fanatismo, había destrozado muchas vidas. Por poner su felicidad en otra vida olvidó esta y, con ella, a todos los afiliados a esta. Con su vida consiguió la muerte. Pero con su muerte había dado a todos los demás la vida.