ROSARIO, LA FEA

(Basado en un hecho real.)

Corría el año 1972. Le decían La Fea, pero su nombre era Rosario.
Vivía en el poblado de etnia gitana llamado La Esterquera, situado exactamente detrás de la calle Valle de Abdalajís, en el Camino de San Rafael, en Málaga.
La Fea, de grandes ojos, tan negros como su pelo, siempre andaba descalza, con su melena como si acabase de ver a un terrible monstruo, y con velas de mocos, a veces secos, pegados a su angelical rostro. No oía muy bien, ya que la humedad y el frío de los inviernos nunca respetó la humildad de su «hogar», dejándola casi sorda de uno de sus oídos. La pequeña, de apenas siete años, era muy querida por el dependiente de la Papelería 1X2 de la citada calle, un niño que tenía sólo doce años cuando comenzó a trabajar en el pequeño negocio de su padre.
—Antonio, dame tres Celtas larguios y dos pastillas Optalidón pa mi agüela —pedía casi a diario La Fea al joven Antoñito, asomando sus ojazos y sus pequeños dedos mientras se agarraba al mostrador de la papelería, que era prácticamente un supermercado en miniatura donde no faltaba de nada. Después del «pedido» pronunciaba la frase de costumbre:
—Luego te lo paga mi agüela.
Efectivamente, la abuela de Rosario llegaba todas las tardes a la papelería y pagaba sus cigarrillos y sus pastillas.
—Hola, abuela, ¿qué hay?… —le decía Antoñito cada día cuando llegaba a la tienda a pagar su deuda, en tanto la miraba a los ojos con un inmenso respeto.
La abuela de La Fea era idéntica a las ancianas indias de las películas de cow-boys e indios. Su ceniciento pelo que le llegaba a la cintura, su escuálido cuerpo y su rostro marcado por las arrugas de haber vivido expuesta al sol y a las «candelas» de los años, le habían dejado una impronta de dignidad que Antoñito no pudo sino reconocer con un gran respeto hacia la anciana. A veces, era ella misma la que llegaba descalza o con alpargatas de esparto e iba a pedirle fiado al adolescente, esperando en un rincón del pequeño local a que se fuese la clientela para hacer su compra consistente en tabaco y pastillas.
Antoñito entraba y salía del poblado buscando a sus amigos para jugar como si formase parte de aquella etnia. A veces buscaba a El Pelúo, que andaba también descalzo y rapado al cero para no coger piojos, y que era más malo que el hambre. O buscaba a Diego, o a José… Antoñito, que era payo, no tenía ningún problema a la hora de entrar al poblado calé. Todos le conocían y todos le respetaban. Antoñito era lo más parecido al protagonista de la película Bailando con lobos.
Un día, pasados un par de años, el joven, que había cumplido ya catorce años, fue al poblado y habló con la abuela de Rosario.
—Abuela —el muchacho siempre se dirigió a la noble anciana así—, creo que Rosario sirve para los estudios. Ella es inteligente y me ha dicho que le gustaría ir al colegio. Yo le proporcionaré los materiales si usted me da permiso para inscribirla en el colegio del Tiro de Pichón, que está cerca.
La abuela siempre miró al joven dependiente con un brillo especial en sus nublados y expertos ojos; pero aquella vez, después de asentir a aquella petición mientras sonreía enseñando sus desoladas encías, la ternura de su mirada llegó a la cúspide de lo sublime.
Rosario, que era realmente una belleza, estaba bañada y vestida de manera inmaculada cuando Antoñito llegó a la mañana siguiente a la choza de la anciana gitana. Los ojos de la pequeña estaban radiantes, pensando en que iba a estar sentada en un pupitre frente a una libreta como las niñas blancas.
Antoñito y La Fea iban cogidos de la mano y sonrientes camino al colegio religioso. Después de llegar y esperar un poco, el joven pudo hablar con el párroco responsable.. Minutos después, Antoñito y Rosario volvían sobre sus pasos; él, incrédulo y cada vez más experto ante la triste realidad, y la gitanilla sin saber aún qué había sucedido para que no la admitieran en el colegio.
El adolescente regresó cabizbajo a la choza de la abuela para contarle lo sucedido, sin que la experta anciana se inmutara.
Pasaron otros dos años. Antoñito comenzó a trabajar en un almacén cercano a La Esterquera. Rosario no había día que no fuera al almacén a ver a aquel muchacho por la mañana temprano. Él la esperaba siempre sonriente en la puerta para entregarle su desayuno consistente en un bocadillo y dos yogurt. Antoñito nunca le dijo a su madre que el desayuno que le preparaba para él se lo daba todos los días a aquella pequeña.
Otros dos años después, Antoñito, ya un hombrecito, se alistó en el ejército y nunca más supo de la angelical La Fea.
Las nieves de la injusticia social plateaban el horizonte humano de las minorías sin que apenas nada haya cambiado desde entonces.

(A la memoria de Antoñito y Rosario, mi querida y entrañable Rosarillo.)


 

SÓLO UNAS CUANTAS PALABRAS

Óscar: así se llama el amigo a quien mejor conozco. Su mujer, Ana, también es una antigua conocida mía. Conozco sus vidas posiblemente mejor que mi propia vida. Siempre he sido para ellos el oído y el hombro que todos necesitamos más de una vez.
A Óscar le apasionó la pintura desde que era aprendiz de renacuajo; pero, como a una buena parte de los que han dedicado gran parte de su vida a ello, decidió expresarse también con la palabra escrita: a veces escribe poesías; otras, relatos… No vive de las artes, pero aquéllas, que no le dan de comer, fueron siempre su gran pasión ,y podría decirse, que hasta dan un sentido, entre otros, a su vida.
Es muy rara la vez que no está delante de su vieja máquina de escribir, aporreándola, en detrimento de la pintura. Incluso se le puede encontrar totalmente abstraído vocalizando y repitiendo palabras a solas, buscando la musicalidad que puedan contener para hacerlas suyas al lado de otras de parecido sonido con la idea de utilizarlas en sus escritos, de modo que no desentonen, tratando de encontrar, unido al sonido, un ritmo concreto.
Así, entre el revoltijo de papeles, cartas, archivadores, etc., de su escritorio, pueden encontrarse en multitud de notas, para después formar parte de sus escritos y poesías, frases como: y traspaso el umbral del pasado / y me dejo guiar por la aterida luz / y me adentro por sus intersticios de dolor… Y otras: Si en pista de papel, / abres tus sentimientos / y en baile de palabras / te das a conocer; / ¿quién estará detrás? / Yo…, el Viento… / Si en celdas de palabras / extrañas y olvidadas, / te adentras sin temor, / de su encierro liberas; / ¿quién estará detrás? / Yo…, el Viento…
De este modo, ocupaba su tiempo libre Óscar. Tanto es así que Ana, su mujer, se sentía a veces olvidada.
Uno de tantos días, Ana se acercó al escritorio de su marido. Con su sensualidad innata, detuvo sus pasos frente a él, sin pronunciar palabra. Apoyó su hombro desnudo en la pared del pequeño escritorio. Descansó su rutina y su alma sobre la misma pared. Lo miró mientras él intentaba escribir. Sin hablarle para no distraerle, observó la mesa llena de papeles, papeles llenos de palabras, de palabras de papel, sin mediar palabra. Perdió la mirada y el pensamiento en aquellas palabras que desde su posición no podía escudriñar. Dibujó una sonrisa y habló… Le pidió palabras para ella, palabras en verso. Le dijo: «Sólo unas cuantas palabras…». Se ruborizó, se calló… y se fue como llegó: sin más palabras, con su sensualidad y su rutina a cuestas, esperando unos versos que le arrancaran la canción que lleva dentro.
Mucho antes de que Ana se hubiera acercado al escritorio de Óscar, él estaba vocalizando un nombre propio, buscando, como a menudo hacía, la musicalidad y el timbre de las palabras: «Ana; ¿Ana!; Aaaaaana; A-na».. Y así hasta cansarse. Sin embargo, Ana no se acercó lo suficiente para poder haber leído lo que ya había escrito aquel día su marido antes de que se acercara ella a pedirle palabras. Algunas frases salpicadas en diferentes notas decían: Del oído, tu voz; / de la vista, tus ojos; / del gusto, tus labios; / del tacto, tu cintura; / del olfato, tu piel; / de tu voz, el acento; / de tus ojos, el brillo; / de tus labios, la miel; / de tu cintura, el arco; / de tu piel, el sabor… / Ana…, amor mío…


 

LAS MADRES

Hoy siento una gran necesidad de escribir sobre las madres. Como tantas veces de un tiempo a esta parte, he vuelto a pensar en mi madre: en su sordera, en su falta de visión, en la galopante enfermedad de alzheimer que padece, aunque aún no se encuentra en estado extremo, afortunadamente.
Pienso en ella porque siempre fue una mujer fuerte, pequeña de estatura; pero mastodóntica en grandeza y bondad. Sin ambiciones, más que las de ver a sus cinco hijos y a sus nietos, felices y en buen estado de salud.
Nunca, ni en mi juventud ni ahora, ya abuelo, la escuché pedir nada para ella; si acaso, que fuésemos a comer a su casa sus hijos, sus nietos, sus yernos, su nuera… Esa es y ha sido desde siempre su única ambición: ver a su familia. Ni siquiera conoce el significado de la palabra vanidad, y, ejemplo de ello, es que los cuadros de pura artesanía textil que realizó nunca los firmó; es decir, oficialmente son anónimos. Aquellas obras de arte las hacía para regalarlas. Pero a ella nunca le importó eso porque es discípula de la sencillez.
Hoy quiero que todo el mundo se entere de lo agradecido que le estoy por haberme acurrucado de niño en su cuerpo mientras me contaba cuentos para dormirme, por haber vigilado mis sueños, por haberle dolido a ella las heridas que no padecía, pero que le dolían porque eran mías. Y pedirle perdón. Perdón por no decirle cuando aún era joven e iba alguna vez a la peluquería: “Qué guapa estás con tu nuevo peinado, mamá”, o cuando raramente se compraba alguna nueva prenda de vestir, después de que todos sus hijos estuviesen bien vestidos: “Qué bien te sienta esa prenda, mamá”.
Nunca, nunca se quejó.
Hoy, quiero rememorar los versos que le escribí cuando me alisté voluntario en el Ejército de Tierra y salí de mi casa con dieciocho años y un petate, destino a Almería el día 7-7-77, el día de San Fermín. Nunca antes me había separado de mi madre ni de mi familia. Después de alguna calamidad sufrida nada más llegar al Campamento de Viator, una gran soledad se apoderó de mí aunque estuviera acompañado de seis mil jóvenes como yo, si bien yo era posiblemente el más joven de todos.
Fruto de aquella soledad fueron estos versos que quiero dedicar a todas las madres del mundo, y, en particular, a las de todos los que me estáis leyendo y a las que sois madres, a esas abnegadas madres que, como la mía, me dieron su calor y fuerzas para seguir adelante:

Madre,
si supieras que sin ti hablo contigo,
si supieras que te veo sin mirarte,
si supieras que te escucho sin oírte,
si supieras que te siento sin tocarte,
ay, madre, si tú supieras…