Barquito de papel.

No la quise lo suficiente.
O tal vez la quería demasiado
como para vencer mi propia cobardía
y confesarle que mi mente
solo soñaba con su flequillo y sus pecas
con la voz indeleble que brota de sus labios
con el brillo infantil de su mueca
con el cuarto creciente de la luna llena
reflejada en sus ojos castaños.

Quizá no debí contenerme.
quizá debí quererme más a mí mismo,
lo suficiente como para mirarla de frente
y decirle que sin ella
mis atardeceres no tienen sentido.
Que algún día su brillo sonará entre la niebla
y me gustaría ser yo su único testigo.

Quizá debí intentarlo
en vez de esconderme
entre los escombros del odio.
Intuir que las relaciones de segunda mano
no calentarían mi porche,
ni recompondrían los añicos
que se ausencia dejaba en mi espíritu roto.
Debí decirla que pensaba en ella cada noche
desde el día en que nos conocimos.

No la quise lo suficiente.
O eso es lo que siempre me repito
para no asumir que por cobarde
ella navegó hasta los brazos de otro.
Pero yo nunca dejé de ser ese niño
que tenía el mapa grabado en su piel
y se negó a poner rumbo al tesoro
por miedo a perder su barquito de papel.


La Búsqueda.

Buscaba ansiosamente entre las calles de una ciudad,
ciudad sin alma, pero al fin y al cabo, calles y plazas.

Buscaba un adolescente ansioso, entre la lluvia
entre los cines, las tiendas y los bares llenos de gente
entre las letras de los periódicos que nadie estudia.
Mientras los demás solo miraban, el analizaba profundamente.

Buscaba de joven una vida de sueño, amigos a raudales
alguien que no tuviera miedo de mirarle a los ojos y ser sincero
buscaba un trabajo con contrato fijo, en horario de tarde.

Buscaba una mujer con más biblioteca que armario
con más ideas en la cabeza que brillo en los labios,
buscaba un enfermo, un mendigo, un hombre divorciado,
poco le importaba mientras le hiciera sentirse afortunado.

Buscaba tiempo el hombre para hacer lo que le diera la gana
y solo encontraba que el tiempo pasaba y pasaba
inexorable, buscaba algo que le hiciera sentirse realizado
y solo encontraba dolor de cabeza y candados.

Buscó aquel caballero sin éxito durante lustros y décadas
frustrado, y envejecido, decidió abandonar el camino
y en ese momento, el anciano encontró lo que buscaba.


Sobredosis de realidad.

Potros postrados con crines peinadas de indiferencia
fardos de oxígeno,
paladines revolucionarios blandiendo cansados
un ideal que enferma
hasta ahogar el cólera de quien no sabe esconderlo
del garrote que se oxida mientras aprieta.

Esperad al otro lado de un cigarro
que el mundo deje de cambiar
para empezar a ser, en efecto
un verdadero hogar
construido con terrones de azúcar
y espeso futuro que saborea
algo más que peladuras de patata
fustigadas de odio y miseria
por un cinturón a la cazuela.

Gracias a aquel que hizo suya mi guerra
aquel que arropó sus miedos con nuestra bandera
la de los yonkis enfermos
por sobredosis de realidad
que se arrastran miserables y huesudos
buscando bajo la acera
el más allá
de un infierno encarnado en historia
los mismos renegados de siempre
que descubren en sus narcóticas revelaciones
visiones apocalípticas de un mundo sobrio
(des)enajenado de dinero y polvo
escondido bajo los esquemas
de prejuicios
e ignorantes generalizados con sus báculos de la “verdad”,
de gendarmes con erráticas prioridades
y engaño
más allá de la sombría luz astral
la única guerra
por la que no hay paz que merezca la pena.