AMAPOLAS
Las amapolas manchaban de rojo el campo de maíz amarillo, el campo de maíz manchaba las praderas verdes, las verdes praderas manchaban el bosque oscuro. El bosque manchaba las afueras de la ciudad.
Las afueras de la ciudad manchaban el bosque profundo, el bosque manchó los prados verdes. Los prados verdes mancharon el campo de maíz y el campo de maíz manchó las amapolas.
Las abejas, que algo habían comido en el campo de maíz amarillo y en las amapolas rojas, volvieron a sus panales y murieron por millones. El río verde, que pasaba por el centro de la ciudad, se manchó de abejas muertas en sus aguas, que se dirigieron al mar, pasando por campos verdes, plantaciones de maíz amarillas y bosques oscuros, que también resultaron contaminados por la mancha.
En el delta del río los peces murieron, y mancharon la arena de las playas con sus cuerpos yertos. El agua del mar no fue capaza de resistir que mancharan sus aguas verdes, y la espuma de sus olas se volvió fluorescente.
Le mancha de mar fluorescente siguió su camino hacia aguas más profundas, y afectó a los delfines. Cuando se suicidaban en las playas a causa de los radares militares, se les veía, demás, enfermos de tumores que deformaban sus cuerpos.
Las ballenas también se sintieron afectadas y empezaron a dirigirse en masa hacia el mar de los Sargazos, donde agonizaban susurrando gemidos de dolor. Luego, aparecían muertas en las costas de la Antártida. Los bordes blancos de la Antártida comenzaron a volverse negros, y muchos de sus enormes territorios se resquebrajaron y se alejaron por el agua fluorescente, cada vez más pequeños a causa del calor.
A veces los osos blancos, con sus pieles manchadas de barro de hielo, se veían atrapados en uno de estos islotes, y viajaron subidos ellos hacia lo desconocido, sin nada que comer. Cuando arribaban a las costas de algún terruño, se comieron a los habitantes de las ciudades. Los habitantes de las ciudades huyeron hacia el interior, pero eran presa fácil para los osos blancos.
Las defensas de los primates humanos se organizaron, y mataron gran número de osos blancos. Como no tenían que comer (las flores habían desaparecido, o mostraban formas caprichosas que no daban fruto) decidieron comerse a los osos blancos. Resultaron, pues, los humanos, manchados de la sangre contaminada de los osos.
El resto resulta grabado ya en los satélites de socorro que se lanzaron al cielo. Muchos siglos pasaron hasta que uno de ellos encontrase un planeta con vida realmente inteligente. La respuesta de los alienígenas, emitida por ondas de radio que ya nadie podría recoger, fue sencilla. Los lejanos vecinos emitieron un comunicado que un experto en matemáticas avezado podría traducir. Decía: “Fabricamos agua”.
Sonata para una actualidad pavorosa
Mi ordenador tiene exactamente 79 teclas. Y un piano 88. Me proponía componer mi sonata sabiendo que me faltarían teclas (siempre faltan teclas) para expresar mi visión del mundo tal y como es ahora.
Comencé con un pianísimo, por aquello de introducción, nudo y desenlace, y me salieron unas delicadas notas que se convirtieron en armonías, actos de solidaridad, salvamentos, bosques que seguían siendo verdes, proyectos de nuevas formas de energía, bálsamos para curar enfermedades, reconstrucciones después de una guerra, y todo ello parecía un himno al Himno de la alegría de Bethoween –salvando las distancias- pero mi melodía se convirtió luego en un andantino, allegre ma non troppo.
Las notas se agruparon en manifestaciones y cargas de la policía, aviones que caían irreversiblemente al vacío, muros que trataban de atravesar los seres humanos, hambre, descongelación del hielo, terremotos, excesos bancarios, y también en política, así, como si estuviera acostumbrado a ella, a que esto malo y aquello peor sucediese cada día. Cuando tocaba la tecla 14, correspondiente a la política, me salía un desafinado propio del dodecafonismo, que yo tenía que arreglar con un acompañamiento de samba, un final caliente, rápido y sereno que se iba deshaciendo como la espuma de mar.
Pero no había remedio, mi melodía se transformó en un tremendo estacato, un tormento romántico –absurdamente romántico- que subía y bajaba y se plantaba de pronto en una gran explosión desafinada, un jazz infernal, como si el gato hubiera saltado sobre el piano. Me faltaban las teclas, las palabras, el ritmo, la cadencia, el pentagrama bohemio que me sacase de esa furia contenida, de esa tecla desafinada, de ese perseguir a la musa como un violador.
Canté los titulares, con ritmo de ópera loca de Bononcini, que parecía discutir desaforadamente con Stockhausen y a punto de batallar con Tchaikovsky -tremendamente malhumorado- repudiando la poesía y escupiendo sobre el teclado del ordenador que echaba humo.
Todo tornó en una tormenta de Rachmaninov, volví al blues de un Muddy Waters que le dio la vuelta a todo, y, después de un estallido de tobogán llameante y un nuevo salto de gato furioso acabé tocando tres notas, sólo tres notas, una y otra vez, con una mano manca apoyada en el teclado, sólo tres teclas, y una de ellas, una de esas tres teclas, era la tecla desafinada.
Tres tristes tigres comían de mis entrañas
Mientras el poeta de pelo ya cano me negaba el saludo
Tres angelitos guardaban mi cama
Porque el cuarto había muerto de frío
Y como cañones cerrábanse las persianas
Como metralletas aparecían las estrellas
Y una bomba era la luna llena
Y mi cama un páramo de la nada
Los leones ya han atrapado su presa
Están devorándola, digiriéndola
Todavía viva
Y yo entre las sábanas me hallo desnudo
Prócer de la noche documental
Ser indefenso
Ante los sueños de la Savana.