COLOR A TRES

Un amanecer luminoso inundaba con haces de luz el valle desplegando un abanico irisado de refulgentes colores. Desde arriba en la alta cumbre, un observador impertérrito contemplaba otra jornada nueva sin que su tronco-reloj de madera hubiera cedido a la ventisca de la montaña. Un gran pino negral se erguía con sus ramas encarrujadas desde su púlpito mudo, desde su atalaya enraizada, desafiando a las piedras y a los rayos. De su savia impregnada de acontecimientos surge esta tinta harta de historias arduas de descifrar. La más nítida de todas ellas si no por su significado más por atiborrar irregulares signos agoreros, es la que ahora se trasladará.

A una altura de unos dos mil metros, nuestro atisvador cordobán albergaba curiosidad por la ardilla que ronzaba sus piñones, por el picapinos que rascaba su corcho, pero sobre todo por aquellos otros seres carichatos con cornamenta –que habían subido del valle- mansurrones, peliflojos y balitantes que llevaban años sin límites tambeando por aquellas tierras.

Un recio invierno cuajado de nieves en la montaña vino a dar complejo a esta situación. El precinto de hielo de las altas cumbres apriscó hacia el altiplano a una pareja de cabras monteses. Su porte era distinto a la de aquellas otras, su pelaje más oscuro y su talante, cima tras cima templado por el esfuerzo, destacaba del caprichoso comportamiento del de las mansas. Su lenguaje era distinto, su balido más gutural y sus movimientos demasiado toscos.

Nuestro Ojo esboza una caprinología de las taimadas cabras mansas y de su sistema para la astucia que baremaba torticeramente los méritos de las agrestes. Así la nobleza y la fuerza de las nuevas se convertían en estulticia y brusquedad; la potencia y agilidad, en presunción y arrogancia. Conseguir buenos pastos en convivencia implicaba un retorcido proceso de laberínticos esfuerzos tergiversados en connivencia.

Quién sabe si entre los innumerables anillos del tiempo sellados en la leña del árbol no se olvidan uno o dos en esta versión, pero a fin de cuentas, lo enjundioso resulta de envidias y celos heredados, resumen de toda una prolija relación de injusticias y charranadas de las que del valle habían subido a las que de la montaña habían bajado..

En la rugosa superficie  se braillea una turbulenta excepción, una vibración diferente que esculpió un extraño tumor en el árbol, causado por el miedo a una maligna presencia. Unos echaban la culpa a otros.. “El maleficio traído de los altos riscos por vuestros abuelos ha provocado que vuelva el Lobo”. El consejo de los ancianos expresó su voluntad después de consultar la datura. Nunca con tanta dureza se había arbitrado semejante dislate: “Los descendientes de pelaje oscuro deberán abandonar la Media Montaña en la próxima luna”.

Destierro y humillación justo en ese aciago día cuando los Dientes Afilados de los lobos, tribu bajada del frío risco cristal, planeaba su caza  de cabras en luna llena. Tres de esos lobos bastaban en colusión para acabar con una presa. La serga proyectada por la luz blanca lunar se espectró en tres haces distintos. Desde aquí mismo partió y concluyó el ataque: el primer lobo incrustó en las rocas su carrera por la cotarra del barranco; de otro la respiración quebrantó la corneada en las costillas; el tercero escapó de la defensa en torbellino de cuernos adrados del equipo montañés que se dirigía al exilio.

Todavía en nuestro árbol quedan de aquel encuentro bajo el muñón –huella perfunctoria del pavor, de las tarascadas y los golpes-, cincelados en su corteza unos extraños símbolos fondeados con sangre en la madera vaciada y que todavía hoy se pueden leer, de distinta y no uniformada manera, interpretar.

Nuestra fuente no explica ni la leyenda precisa qué ocurrió después: si volvieron gloriosas a la masada ocupando el lugar que les correspondía por derecho; si alguna murió en la lucha, víctima de un sacrificio oscuro para conjurar el mal. Sólo se puede aportar el legado de un anciano descendiente que dicen que osó romper con el silencio impuesto por el Consejo. Su lenguaje poseía ya aquel deje gutural y distinto. “Ser valiente es ser bueno –dijo el venerable ariete-; detentábamos derechos sin ceñirnos a la vida. Dichoso el que viva según piense, haga y diga. En esto y no en la apariencia radica la esencia del ser. Las diferencias resaltan lo que hacen grandes a los pueblos y los llevan a ocupar su lugar en la Historia”, aunque sea la historia modesta  de este pino en la media montaña.