El puente, el río y el ahorcado

Me gustaba ver el puente. En ciertas ocasiones lo observaba de lejos, fijamente, la mayor cantidad de tiempo que mis ojos pequeños pudieran resistir.
Mi nombre no importa, no necesitan saber ni apellidos ni señas, mi persona carece de importancia física, solo tengo valor por las cosas que he visto y de las que sin querer fui testigo, cosas que me llevaría a la tumba si no fuera por el peso que para mí psiquis representa saberlas.
En otras palabras, lo cuento porque no puedo callarlas más y si a lo largo de este relato me juzgan como perverso, sepan que no importan para nada sus juicios, ni siquiera ustedes; en el fondo odio que solo interese –a la mayoría– el sensacionalismo de los ricos y las tragedias de pobres que alimentan la compasión y el temor.
Pues bien, les decía de mi predilección por el puente, no así del río. El río era otra cosa, salvaje, lleno de una incipiente y lastimosa fauna, algunas truchas era lo más distinguible, pero su tamaño pequeño las hacía poco interesantes para anzuelos y sartenes, lleno de tortuosos saltos, algunas grandes piedras en medio de una vegetación debilucha y espinosa.
Al río no merecía la pena dedicarle miradas, ni siquiera de pequeños ojos como los míos. Si hablo más del río que del puente es para que sepan que solo me entusiasma hablar de la fealdad de este mundo; de la belleza no se habla, a la belleza se le dedica otro sentido: la vista, la contemplación divina, la disciplina de volver y volver siempre la mirada, ah y por supuesto, el pensamiento, esa otra capacidad de abstraernos y reflexionar, después de revisar cada una de las teorías ya conocidas.
Muy a mi pesar el puente y el río formaban una especie de unidad de contrarios, son parte de un sistema, se complementan.
Yo deseaba perpetuar la imagen y comencé a pintarlo. En mi caballete, frente a la ventana iba tomando forma el cuadro a través de las pinceladas sueltas, casi impresionistas. Mientras lo hacía día a día amaba más el lugar.
Cierta tarde me sorprendió una imagen nueva, una muchacha jugueteaba con el agua desde la orilla opuesta a mi ventana, su belleza hacía palidecer mi puente, sobrepasaba toda la apatía que sentía por el río, tanto que me atreví a dejar la mirada clavada en él.
Inconscientemente el pincel dibujó la silueta sobre el lienzo, la perfección de sus formas me hizo estremecer, hubiera querido acercarme a su rostro y observarlo minuciosamente en busca de un solo defecto, un error de la naturaleza humana, del azar, pero ni siquiera me atrevía a articular palabra.
En esa contemplación –casi fanática– tardé unos segundos en adivinar que la mujer se había deslizado con sigilo hacia el borde y dejado caer justo en la parte más peligrosa del río, la vi entonces dar vuelta en una danza mortal.
Me quedé fascinado con el raro suceso y resolví observar el abandono terrenal de la bella joven que se debatía azarosamente entre las aguas. Muy pocas veces la tragedia puede ofrecer tanta belleza y fealdad al mismo tiempo. La tragedia, según Aristóteles, estimula las emociones y yo así lo percibía.
En unos minutos el cuerpo se precipitó hacia el fondo y la perdí de vista.
Mi inquietud aumentaba y casi me incorporo. Súbitamente salió a la superficie y se posó en una de las laderas, justo debajo del puente. Desde cualquier punto era imposible distinguirla, solo yo tenía el privilegio, y mi ventana.
Esa noche ni dormí, contemplaba como la luna iluminaba con irreverencia la muerte, mi estado de excitación aumentó con las horas, veía claramente su silueta oscilar en el río. Aún quitando la vista de aquella macabra escena, seguía retumbando en mi cabeza un deseo miserable y atroz.
No creí conveniente decir lo ocurrido, hubiera podido, pero iría en contra de mis propias ideas, entonces ¿por qué me siento inquieto? ¿Debo aceptar lo trágico con alegre espíritu? En definitiva yo no la arrojé al río, tendría motivos para lo que hizo, ni siquiera sé si fue intencional y por otro lado ¿quién creería mi inocuidad ante la desdicha ajena?
Cuando el pensamiento llegó a este punto reflexioné sobre la tragedia y Aristóteles, lo que faltaba era hacer catarsis, la tragedia había estimulado mis emociones y estas debían purgarse.
Mi vida se reduce a esta ventana, solo un objeto bello me satisfizo: el puente ¿Debía cambiarlo todo este acontecimiento casual –acaso lógico?
Me levanté con torpeza y en un estado febril salí hacia la ribera más cercana, me agaché asqueado y con los ojos entreabiertos, para no ver más de lo debido. Busqué el cuerpo de la muerta que flotaba atorado entre las rocas.
La toqué y me estremecí, un frío seco me hizo tiritar. Esto no ha ocurrido por casualidad, afirmé y besé apasionadamente su boca, deslicé mis dedos por lugares prohibidos para mí, que aborrecía el sexo, mi pene encogido comenzó a endurecerse, odiaba a las mujeres vivas pero muertas parecían un delicioso manjar; entendí el significado de la palabra experiencia, eje del conocimiento.
Estuve a punto de materializar mi deseo, pero si lo hubiera hecho probablemente la historia fuera otra. La lección dio un nuevo giro a mi existencia.
Pronto no tendré control, desearé otro cuerpo extinto…

Hasta aquí mi historia, les dije al principio que odiaba la tragedia de pobres, entonces termino aquí… Ah, ya sé, dirán que mi relato es incompleto, que el título sugiere algo más y es cierto, ya le conté del puente y del río, espero que sean capaces de adivinar qué haré.


Sueños rotos

Cojo, suelta la botellaaa, gritaba a todo pulmón cuando se interrumpía la película justo en el momento en que el asesino iba a matar, y después reía a carcajadas mientras en las primeras filas niñas molestas le recriminaban con una mirada.
Así era su cine al que acudía todos los días tratando de vivir un poco de cada vida ajena, de las escenas que veía en la pantalla, suspiraba con las actrices y temblaba de emoción con cada personaje sobre todo con aquel hombrecito de Tiempos Modernos que hacia reír y después llorar y reflexionar luego sobre cuál era el propósito, porque estaba en este pueblo perdido al pie de la montaña con un solo cine al que acudir
Cuando llegaba a este punto se ponía muy serio e imagino que también había ventajas de nacer allí, el paisaje era increíblemente bello y podía perderse por el bosque y respirar con laxitud ese olor a pino, a tierra húmeda, coger una manzana de la rama misma, cazar una mariposa y beber leche recién ordeñada
Eran pequeños placeres que la gente de la ciudad se perdía, de todas las estaciones adoraba el otoño, el bosque se desnudaba y el espectáculo de las hojas mustias amontonadas le permitía disfrutar dejándose caer entre aquellas
15 años, pronto tendré 16 es hora que salga al mundo y busque un camino fuera del cine y de este pueblo, como el charlot de Tiempos Modernos, entonces preparó su viaje, bajaría andando hasta la carretera provisto de su mochila y dentro frutas, un piñón de su bosque y muchos sueños, no debió coger ese autobús porque en ese, que descendía con los frenos rotos, bufando justo al pie de la montaña nadie llegaría a ninguna parte


Mi reflejo

Una mujer camina
Pasa de largo, alerta
en cada sitio
Una mujer también espera
mientras el camino
se bifurca en dos
Una mujer se inventa
un mundo a su medida
luego sonríe
y la risa es transparente
ya sé que estoy frente al espejo
Pero cual soy


Mi tiempo

Estos tiempos difíciles
que parecen olvidarnos
cargan con nuestra fe
y te seducen con otras
cabe esperar traiciones,
desilusiones, espanto
a mí solo me basta un gesto
una señal de amor
que empiece en tu mirada