El sastre Filionides

Cuento

Vivió en este pueblo un sastre muy apuesto, dicharachero y engreído. Nada se le ponía por delante por azaroso que fuese ante su costumbre envalentonado, que no saliese victorioso. Casado y con abundante familia, tenía que mantener a la prole con grandes esfuerzos, puntada tras puntada. Todo el tiempo era poco para el trabajo de corte y confección. Le ayudaba su mujer y por las tardes también alguna jovencita que, de forma entretenida acudían al taller de costura con la ilusión de aprender corte y confección. Hacia trabajos para los pueblos del contorno, que directamente atendía a la clientela en los menesteres de medición y puesta de trajes. Y no es que lo regalse, pero gozaba de buena reputación.
Por las tardes, a la caída del sol, cuando la gente del campo ya regresaba del trabajo, acudía a los pueblos para entregar labores acabadas y atender nuevos compromisos. Sobremanera las vísperas de fiestas patronales o de gran repique, no dando abasto en las tareas; de tal forma que la mayor parte de los días tenía que regresar a casa muy tarde. A pesar de todo era de agradecer, porque de esta manera evitaba tener que aguantar el jaleo de los chiquillos en casa, ya que cuando llegaba la prole dormía y podían gozar unos momentos de feliz asueto con su mujer, contando los dineros recaudados en la jornada.
Era el mes de septiembre y la fiesta de Villorquite se acercaba, pueblo donde tenía una clientela muy respetable. Distaba la población unos cinco kilómetros por el camino, pero había un atajo por el monte conocido por el “sendero de los guardias” que aun no siendo muy agradable tener que hacer el recorrido de noche por senda de monte, se acorta la travesía unos dos kilómetros. A ello había que agregar que por al atardecer, la mayor parte de los días sale el viento de cierzo que calaba los huesos de frío en cuanto se ponía el sol.
–Lleva la capa, hijo, que te vas a enfriar por el comino –le recomendaba su mujer.
Así lo hizo, con el inconveniente de tener que llevar cargado sobre los hombros el equipaje de los trabajos a entregar.
Aquella tarde era muy buena y la alegría del camino le animaba con los pensamientos de las pingües ganancias que por la noche le entregaría a su mujer.
Llegó a la puesta del sol y aún tuvo que esperar porque el trabajo del campo es de sol a sol y algunos tardan en llegar a casa.
Entrega aquí, cumplimiento de clientela; mide acá, con el mismo cumplimiento, etc. lo cierto es que cuando terminó la noche era avanzada y soplaba el consabido viento de cierzo o “espanta galbanas” (como vulgarmente se le conoce) re soplón a rachas que calaba hasta los huesos.
Embozado en la capa nuestro amigo, pletórico de alegría, regresaba a casa con toda celeridad, haciéndose fuerte entre las sombras de la noche. Caminaba ligero y abstraído en sus maquinaciones, pergeñando en su mente posibles fantasmagorías que en cualquier monte podían acontecer. Tuvo ciertas zozobras al cruzarse por su imaginación la absurda sospecha de casos habidos: que alguien le saliese al camino y le robase todo el caudal atesorado. Quiso despejar la negra sombra, desecharla del pensamiento haciéndose fuerte; se remegió en el embozo de la capa y continuó apresurando el paso.
La vereda por donde transitaba era angosta, por el flanqueo de arbustos y matorrales. El viento rezongaba con tonalidad hosca, buruaba al penetrar por entre el follaje, al tiempo que sofaldaba el bajo de la capa impelido por la celeridad del paso. No quería imaginarse apariciones agazapadas, pero sin querer las veía o aparentemente a él le parecían. Pretendía disipar los temores con la alegría de disfrutar la llegada a casa, el encuentro con su mujer y hacerla entrega de la exuberante recaudación.
Qué regocijo sentía cuando estos pensamientos acudían a su mente, pero se mezclaban con la zozobra misteriosa de las sombras de la noche y el lugar por el que transitaba. “Qué absurdo”, pensaba, “¿por qué había de ser esta noche y a mi”… Le rondaban las noticias que cada año se contaban de la salida del monte, por bandoleros que asaltaban a los transeúntes provenientes del mercado de Herrera y aunque intentaba echar fuera de si los malos pensamientos, se remejía en su abrigo y se hacía fuerte apresurando el paso con mayor energía y vigor.
De esta forma anduvo un buen rato cuando…, ¡repentinamente se sintió retenido!, alguien le tiraba del faldón de la capa. Un sobresalto intenso casi le paraliza el corazón. Forcejeó un instante pero tuvo que desistir por temor a perder el atuendo de abrigo. No podía dar crédito al evento en la pretensión de un razonar confuso y precipitado, lleno de pavor. Pensando en lo peor se le enflaquecía el ánimo y le faltaba el valor para echar la mirada atrás, intentando escudriñar en la oscuridad por ver la causa, pero el temor a encontrarse con la realidad de aquella tragedia le atenazaba.
Un sudor frio invadió su cuerpo. Ahogado en un mar de dudas pudo balbucir con un hilo de voz entrecortado: “Suélteme… por el amor de Dios…, que, que soy un pobre… un pobre sastre con… con muchos hijos…, por favor, suélteme…, por, por favor…, que llevo po, po… poco dinero…, tenga compasión… compasión de mis hijos…, por caridad… ; Déjeme marchar…, que, que…, que mis po, pobres… mis pobres hijos… lo necesitan”… Y se puso a llorar amargamente.
El viento racheado movía impetuoso la maleza al tiempo que parecía producir el odioso frémito del rezongar que causaba pavor. Así permaneció un tiempo en debilitada tensión, aprisionado por unos espectros imaginarios horribles, que en su sistema nervioso le estaban produciendo ese deliquio morboso que lleva al punto de desfallecer.
En un último esfuerzo una luz acudió en su ayuda alumbrándole la idea e intentó sobreponerse y solapadamente tiraba del faldón de la capa. Nada se movía. Fue un instante en que una luz cruzó su mente enfermiza como en un espejismo viendo la posible libertad. Con todo sigilo cogió la tijera que llevaba al cinto y con pulso tembloroso cortó de un tajo el trozo del faldón de capa por donde estaba retenido. ¡Sintió la libertad! Pudo advertir que nadie le seguía y por fin se percató de la trampa: se había trabado la capa en una zarza.
“He destrozado la capa de mi abuelo”, pensó, “pero no importa, lo importante es que estoy libre.” Y en un arranque de hombredad, altivo y bravucón, sentenció: “¡Lo mismo hubiera hecho si es un hombre!”


En su jaula tengo un canario

Tengo en su jaula conmigo un canario
haciéndome la mejor compañía,
siempre me avisa cuando viene el día
con la bella estrofa que entona a diario.

Qué lindo repertorio su breviario:
arpegios alegres del mediodía;
sacándole al jardín, Andalucía,
completa la lleva en el formulario.

Tierno pajarito que con sus trinos
da comienzo alegrando mi alborada,
sólo de alpiste los cantos divinos

que agradece feliz con la tonada;
quizás añorando montes de pinos
sintiendo la soledad de su amada.


Golondrinas en el jardín

Golondrina que has vuelto a mi alquería
desde allende los mares presurosa,
tu compañía alegre, cariñosa,
proclama las mañanas de alegría.

Por la ventana vuelos a porfía
disfruto en el jardín la estampa airosa,
el nido que dejó, tan hacendosa,
repara desperfectos que allí había.

Sus trinos son alegre melodía,
emblema del jardín el contenido,
posando en el tendal la compañía

celosas custodiando al ser querido.
Qué grata es su presencia cada día,
sintiendo el gran amor que hay en su nido.


El perro abandonado

Por calles solitario con su pena,
gacha la cabeza, hocico husmeando,
entre las patas el rabo; pesando
sobre su fiel servicio la condena.

Advirtiendo torpe y cruel cadena
lo llamé, triste se quedó mirando;
con un trozo de pan que le voy dando
de amor y gratitud su cara llena.

Un perro vagabundo, abandonado,
aullidos de nostalgia lastimera
añorando a su amo encariñado;

por amor, la fiel nobleza sincera,
quisiera volver con ese malvado,
a pesar de la mala acción rastrera.