Una noche de agosto

Recostada en el sofá, con la mirada perdida, percibo tu deseo.
Me miras sin decirme nada y torpemente tus dedos comienzan a tocar mi pie desnudo.
Es agosto y hace un calor insoportable.
No sé por qué te invité esta noche a tomar una copa.
No sé por qué me dejo llevar al temblor de tus dedos subiendo por mis muslos,
No lo sé, pero tampoco me importa.
¡Qué sensación tan abrumadora recorre por mi cuerpo!
La humedad del deseo impregna mi sexo y mis pechos comienzan a sentir un ligero cosquilleo. Un dulce dolor completa el ciclo irguiendo mis pezones, llamándote.
Te dejo. No somos más que dos cuerpos.
Siento tus besos lentos entre la cara interna de mi muslo.
Sé que llegarás donde te estoy esperando.
Despacio, despacio…
Un largo suspiro, y la respiración entrecortada inundan la habitación
Y pienso: ¡qué no se pare!, que continúe lento y seguro.
Y ahí estás, en el premio del cuerpo humedecido por el deseo.
Ya no respiro, porque ahora, jadeo.
Ahogo mis gritos en una honda respiración audible por tu instinto.
Y continúas en mi sexo, y te dejo llevarme a la locura.
El suave ritmo de tu lengua, la sangre que empuja hasta un más allá impronunciable.
Y sin darme cuenta mi cuerpo entra en un vigoroso e imparable temblor.
Vibro tan fuertemente que quiero apartarte con todas mis ganas y te retengo apretando mis piernas para que no te escapes.
Desteto que me dejes sin mi control y adoro descontrolarme.
Y tú sigues en tu propósito de llevarme a la más grande de las locuras.
Y yo sigo dejándote hasta que los ahogados gritos se convierten en aullidos de una loba insaciable.
Y tú sigues, y yo sigo, y así por cuánto tiempo….no lo sé…
No me importa, lo único que sé es que es agosto y hace un calor insoportable


En el encierro

En esas ocasiones que te falte el aire y la oscuridad sea tan densa que tus ojos abiertos al máximo no respondan y no encuentres la salida.
En ese momento que las puertas están cerradas, persianas echadas y tú sola en un cubículo reducido al más profundo negro.

¡Ahí!, justo en ese instante, cierra los ojos. Resiste el abrirlos ante la imposibilidad de ver en la negrura del espacio y desconsuelo.

Mantén tus ojos cerrados, levántate del agujero en que has convertido tu cama.
Alza los brazos en cruz y abre las manos para poder palpar lo que a tu paso encuentres.

Entrarás a ser parte de la oscuridad.

A tus ojos cerrados llegaran primero destellos. Puntos de luz desconcertantes que pasarán a convertirse en hermosos colores; azules, naranjas, amarillos o rojo sangre.
Son los colores de tu interior. Los que tu despertaste.

Camina despacio y toca lentamente la pared, siente la rugosidad de la pintura, la humedad del borde de la ventana. A cada paso, lento y sigiloso, conviértete en oscuridad.

Se la habitación que te encierra; la negrura que te envuelve, la puerta cerrada, la persiana echada.

Tus manos te guiarán y tu olfato hallará el olor al aire puro del exterior. Llegarás a la puerta. No sabrás cómo, pero siendo la negra oscuridad te has convertido en la guía a la salida.

Encamínate hacia dónde te indiquen tus sentidos, siendo ya el encierro y la ceguera, el miedo y el infierno tú misma. Ya son para ti conocidos, ya no te asustan.

Y con tus ojos cerrados y tus palmas de las manos abiertas destruirás el encierro.

Porque las fronteras, los miedos, las oscuridades y la ceguera estaban dentro de ti. Tu misma los creaste, tú misma te encerraste.

Y al sentir el aire puro, fresco de la libertad, sentirás que te toman de las manos, que te piden que abras los ojos.

Encontrarás lo que estabas buscando.

Y caminarás con el apoyo de aquella amiga que tuviste siempre a tu lado: Tú misma.


¡Porque lo digo yo!

En una hermosa noche de verano, subió la pequeña a lo más alto de la torre de su castillo.
Asombrada por las estrellas quiso empinarse para alcanzarlas.
-¿qué haces niña ahí arriba?- le preguntó su padre enfadado
– Quiero ver el cielo y tocar las estrellas desde lo más alto.
– ¡Anda, baja de ahí! Que eres una niña
-¿Por qué papá, por qué tengo que bajar?
-¡Porque lo digo yo! Qué soy tu padre.
Bajó. Y en ella se rompió el gozo. Sintió la pérdida de no conocer lo desconocido.
En las mañanas siguientes jugando por el prado, pues tenía prohibido subir a la torre del castillo, sin saber cómo, se halló justo y al filo del acantilado.
Maravillada por la altura, miró hacia abajo viendo pequeño y azul el cauce del río, el verde de los árboles. Pequeñas siluetas que le indicaban que veía algo grande.
Saltó de la emoción por el encuentro.
-¿Qué haces niña al borde del acantilado?- preguntó asustada su madre.
-Mamá, mira. ¡Qué hermoso paisaje!
-¡Ven aquí ahora mismo, que eres una niña!
-¿Por qué mamá?
-¡Porque lo digo yo! Qué soy tu madre.
Pasaron los días, los meses y los años. La niña, se convirtió en mujer, quieta y apacible. Nunca dio problemas a nadie.
Y en un encuentro con su amado se enfrentaron.
-Me gustas, de verdad que me gustas. De ti estoy enamorado. Pero en tus ojos no hay vida. Son tristes y están llenos de melancolía. No hay en tu cuerpo pasión, ni rabia, ni picardía. Y por esto, aunque parezca un minúsculo detalle, estoy pensando en dejarte.
Le miró. No contestó.
Prosiguió el amor quejándose.
-¿Por qué eres tan infeliz? Mi vida, lo tienes todo. El valle con el acantilado y su hermoso paisaje. Las aguas azules del río que ves abajo. El cielo estrellado que se contempla en su grandeza con sus miles de estrellas y puedes extasiarte en su inmensidad desde lo más alto de la torre de tu castillo. ¿Por qué eres tan infeliz mi cielo?
Lo miró y contestó:
-No lo sé. Tengo miedo. Vivir es peligroso. Pregúntale tú a mis padres.